“Se les abrieron los ojos y lo reconocieron al partir el pan, pero él desapareció de su vista.”
(Lc 24,31)
Existe en la tradición litúrgica una antigua y persistente intuición: que el Verbo, cuando se entrega a los suyos en el Sacramento, no se exhibe, al contrario se vela. Lejos de ser una ausencia se trata de una forma singular de presencia, una presencia que, al estilo del Logos encarnado, prefiere el silencio, la pobreza del signo, el temblor del pan partido.
Los Padres hablaban del sacramentum, no como concepto lógico, sino como epifanía velada, como aquello que se manifiesta precisamente en su ocultamiento. San Gregorio de Nisa, San Cirilo de Jerusalén, incluso Ambrosio, sugieren —más por la vía de la adoración que de la definición— que el Sacramento no debe ser “explicado” sino “recibido”.
¿Y si la humildad del pan no fuese una limitación, sino precisamente la forma eucarística de la kenosis del Hijo, que “no retuvo el ser igual a Dios como una posesión”, sino que eligió el anonadamiento? ¿No es eso lo que ocurre también aquí, cuando el Cristo glorificado se entrega no como visión, sino como alimento?
Tal vez no haga falta multiplicar teorías ni fijar en mármol los contornos de un misterio que, por su misma naturaleza, se ofrece para ser adorado, no poseído. Lo importante no sería cómo se da, sino que se da realmente, y se da por amor. Y ese amor —como toda presencia divina— elige ocultarse para ser buscado.