Cuando calla la carne, habla la eternidad. Sobre la muerte de Bergoglio

Está establecido que los hombres mueran una sola vez y después, el juicio (Hebreos 9,27)

Jorge Mario Bergoglio ha muerto. Su pontificado, como es sabido, fue objeto de críticas profundas, fundadas y reiteradas. Desde este espacio nunca ocultamos lo que pensamos sobre él y sus seis antecesores.

Bergoglio (alias Francisco) fue el reflejo más agudo de la crisis doctrinal, litúrgica y moral que atraviesa la el cristianismo desde hace casi un siglo.

Nada de eso cambia con su muerte. La historia juzgará lo que corresponda. Y nosotros también… cuando sea el momento, volveremos a hacerlo.

Pero este no es ese momento.

La muerte impone una pausa. No por sentimentalismo, ni por respeto humano mal entendido, sino por una forma básica de justicia y de decoro. No se patea un cadáver. No se celebra la muerte de nadie. Ni aún la del hereje más modernista. No se pierde la humanidad por mostrar en las redes que somos más duros contra Bergoglio, alias Francisco.

Santo Tomás de Aquino lo expresa con claridad: “el hombre está obligado por un cierto deber natural de honestidad a convivir afablemente con los demás, a no ser que por alguna causa sea necesario en ocasiones entristecer a alguno para su bien” (S. Th. II-II, q.114, a.2, ad.1). Hoy no es ese caso.

Quien desee honrar la fe que dice defender, no puede responder a la noticia de una muerte con sarcasmo o ligereza. Ni siquiera la muerte de un heresiarca.

Se reza, se guarda silencio o se calla. Lo otro es profanación.

Habrá tiempo para evaluar, analizar y rendir cuentas. Ahora, sólo cabe pedir por su alma, por pura coherencia con lo que esperamos para la nuestra.

Dios lo juzgará, pero también nos juzgará a nosotros. Hoy más que nunca, es el momento de hacer un profundo examen de conciencia, porque “el que piense que está firme, cuide de no caer“. (1 Cor 10: 12)

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