La Cuaresma es el tiempo del desierto. No del vacío, sino del espacio donde Dios habla sin interferencias, donde la voz del mundo calla y emerge, en el alma, la voz del Espíritu. Es el tiempo de los cuarenta días, los cuarenta años, las cuarenta noches: la medida bíblica de la purificación.
En su libro La Iglesia de los Padres, John Henry Newman no escribe una meditación cuaresmal. Pero la Cuaresma, como estructura espiritual, lo atraviesa en secreto. Cada retrato que ofrece (San Antonio, San Basilio, San Gregorio, San Ambrosio, San Agustín) está marcado por un retiro, una renuncia, una conversión. Y más aún: por una batalla interior.
El capítulo dedicado a San Antonio es, quizá, el más claramente cuaresmal. Antonio se retira al desierto, pero no lo hace para huir del mundo, sino para enfrentarlo en su raíz. Allí se encuentra con la tentación, con los demonios, con el silencio y con la Palabra. Su combate no es espectáculo: es fundación. Newman dice que fue el “fundador de un nuevo estado de vida”, y no se equivoca. El monacato (esa vida oculta, austera, orante) nace como respuesta radical al llamado de Cristo a dejarlo todo y seguirlo:
Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré.
Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón,
y encontraréis descanso para vuestras almas.
Porque mi yugo es suave y mi carga ligera. (Mt 11:28-30)
Pero no solo Antonio vive su desierto. Gregorio Nacianceno, en sus dilemas interiores; Ambrosio, en su inesperado episcopado; Agustín, en su búsqueda incesante de la verdad; todos atraviesan un éxodo. Todos son figuras de una Iglesia que no nace del poder, sino del silencio; no del acuerdo humano, sino del desgarramiento interior.
Newman lo dice en cada página: la Iglesia verdadera es una Iglesia que se forma en el sacrificio, que se purifica en la prueba, que se afianza en la verdad no negociable. Por eso, su libro puede leerse como una meditación cuaresmal de largo aliento. Porque lo que narra no es una historia pasada, sino una estructura del alma: la de aquellos que buscan la santidad en medio del caos, que resisten al mundo no desde la violencia, sino desde la fidelidad.
La Cuaresma, entonces, es el tiempo propicio para volver a estos Padres. No por arqueología espiritual, sino por necesidad. Porque en su vida austera, luminosa y humilde, descubrimos la verdad más antigua y más urgente: que la Iglesia no nace en los palacios, sino en las cuevas del desierto; que la fe no se impone, sino que se encarna; que el Reino comienza donde el alma, en soledad, aprende a decir con verdad: “Señor, ten piedad de mí, pecador”.
Volver a Newman en esta Cuaresma es recordar que la Iglesia se construye con santos. Y que los santos, antes de brillar, pasaron por la noche.