Hace poco redescubrí a John Henry Newman. Después de mucho tiempo, me tomé el trabajo de leer con atención Apologia pro vita sua. Fue una experiencia extraña. Se ha dicho que al leer no solo nos encontramos con el autor, sino también con nuestras propias experiencias y lecturas previas. No leemos al autor de manera objetiva, sino a través del prisma de nuestra vida y nuestra historia intelectual.
Al cerrar la última página, no pude evitar repasar mi propia evolución religiosa. Mis posiciones han cambiado con el tiempo. La rigidez que caracterizaba mis posturas entre 2006 y 2009 se atenuó años después. En 2017 enfrenté una crisis religiosa profunda, y en 2019 y 2022 mis creencias volvieron a verse afectadas. En muchas ocasiones, he sorprendido a amigos y lectores con mi reluctancia a usar ciertos términos, como es el caso de “ortodoxia”.
No pretendo aquí escribir una Apologia. No me interesa la autobiografía, ni la auto-referencia. Mi vida no me parece lo suficientemente interesante como para justificarlo. Sin embargo, un correo electrónico que recibí hace poco me llevó a escribir esta aclaración sobre una supuesta “imprecisión” en mi lenguaje, una “relatividad” en los términos que empleo.
“Una de las cosas que lo definen a usted es la ambigüedad de lenguaje. Esto se debe, deduzco, a su educación modernista y filoprotestante. Nunca es abierto en nada que declara, nunca habla con sinceridad, usa las palabras con una apertura tan grande que dice todo a la vez que no dice nada: ortodoxo, ¿pero a qué se refiere con ello? ¿A la llamada ‘Iglesia Ortodoxa’ griega? ¿A la ortodoxia entendida como la fe correcta (católica romana)? ¿A la Iglesia Presbiteriana Ortodoxa? Porque a lo largo de los años usted se movió en esas tres direcciones.”
No negaré que la referencia a una “ambigüedad de lenguaje” me dejó perplejo. Luego, reconocí el tono inquisitorial del comentario, en el que se me acusa de “modernista“. El autor no sugiere ni especula, sino que sentencia que mi manera de escribir y pensar proviene de una “educación modernista y filoprotestante“. Más aún, concluye que “nunca hablo con sinceridad” y que mi uso de las palabras es tan abierto que se vuelve ininteligible. Al compartir este comentario con un amigo, él me señaló: “Usas las palabras en tu propio sentido“. No soy ni lacaniano ni dicípulo de Luce Irigaray, la cual me provoca tanto dolor de cabeza como risa.
Pero dado que muchos conflictos en historia y teología surgen de problemas de comprensión o usos del lenguaje, explicaré mi posición personal al respecto.
Me sorprende que se me acuse de ambigüedad, ya que busco la mayor precisión conceptual posible en mis escritos. De hecho, creo en la precisión conceptual como si se tratara de un δόγμα. ¿Cómo intento conseguirlo? Evito el uso común o vulgar de los términos.
¿Qué es la precisión conceptual? La palabra precisión proviene del latín præcisio y refiere a cortar o limitar algo correctamente. Por consiguiente, con ese término referimos a la abstracción mental que separa, limita (por límites, dice dónde algo comienza a ser lo que es) un concepto para distinguirlo de otro. Así por ejemplo una tríada de deidades no es La Santísima Trinidad, significan cosas completamente diferentes, un reino no es un Imperio, una secta tiene características que sólo se aplican a ciertos grupos y no a otros, los musulmanes no tienen “iglesias”. Conceptos precisos ayudan a que nos entendamos, pero sólo si hablamos en el mismo lenguaje, si entendemos lo mismo.
¿Por qué insisto con esto? Creo que aquí entra un poco cómo me eduqué y me formé. Soy alguien que cree y se mueve en la hermenéutica, de hecho considero que la teología es la hermenéutica de la fe y sería un hipócrita si empezara a negar o disimular como las lecturas tempranas de Friedrich Schleiermacher marcaron mi adolescencia, al igual que el idealismo alemán… antes de proseguir aclaro: esos libros estaban en mi casa, no sé cómo (más allá del afán coleccionista de mi padre) pero ahí estaban, y yo aprendí a leer desde muy joven. Las lecturas moldearon mi lenguaje, pero también mi amor por la lengua y la atención a las palabras y a su significado, su etimología, su sentido original. De Schleiermacher aprendí que la hermenéutica es más que la filología, es el “el arte de comprender”, en efecto, el texto no es sino, el móvil empleado por un autor para comunicar aquel pensamiento que tenía antes de crear el texto. Hay un pensamiento interno, que es procesado, madurado y luego esto se expresa de manera externa en la escritura, que es re-leída, corregida, re-interpretada por el autor, pero la cual no concluye, como señala Humberto Eco, hasta que llegue a manos del lector. El texto siempre es un todo y como tal se establece en referencia a las partes individuales que lo componen, pero la comprensión de cada parte individual debe darse necesariamente en referencia al todo, en otras palabras el texto completo y las partes del mismo sólo tienen sentido en la mutua referencia, de allí que se denomina “círculo hermenéutico”. Comprendemos, como dice Martin Heidegger sobre las bases previas, nunca ex novo.
De allí que sostengo y creo con toda seguridad en lo que me gusta llamar “teología lingüística” por derivación de la filosofía lingüística.
Los hombres son hijos de su tiempo más que de sus padres, y como sostiene Natalia Sanmartín Fenollera el hombre moderno nace, necesariamente revolucionado o revolucionario, es imposible vivir en el παράδειγμα pre-moderno, uno puede ir por allí intentando vivir con esos valores, pero nuestra manera de ver y entender el mundo es diferente: nuestro mundo no lo estructura la fides, nos es imposible entender una sociedad en la cual no exista la relación salarial.
Por esto mismo trato de ser lo más explícito posible, trato aclarar el sentido de lo que estoy diciendo, así, cuando empleo el término “ortodoxia” lo uso en el sentido literal del mismo, no de la “Iglesia Presbiteriana Ortodoxa”. De allí que en algunas ocasiones coloque la palabra en griego, o ponga toda una frase en griego o latín, no por pedantería, sino porque sólo en el idioma original una palabra o una frase tiene el sentido que debe tener y en otro significa otra cosa ¿Invento de quien escribe esto? No, por favor, me remito a Heidegger quien en su Heráclito le insiste a los estudiantes la importancia de conocer, cuando menos, la etimología de las palabras. Estas ideas están en Wilhelm Dilthey, en Edmund Husserl y también en autores como Mircea Eliade, Martin Lings o Frithjof Schuon.
Todos ellos coinciden en que las palabras expresan en sí mismas su significado, pero para ello debe ser interpretada en el contexto, y mientras más específico sea el mismo, más posibilidades hay de llegar a la verdad. Esto lo han descubierto y aplicado a la teología John Milbank y la genial Catherine Pickstock a quien tuve la oportunidad de conocer en persona.
La precisión conceptual no es un capricho ni una cuestión meramente académica; es un compromiso con la verdad y con el entendimiento mutuo. En el mundo moderno el lenguaje es constantemente deformado y reinterpretado según intereses o corrientes ideológicas, y por ello sostener el rigor en las palabras es una forma de resistencia intelectual y un deber moral.
El mal uso de los términos no solo genera confusión, sino que también distorsiona la realidad, impidiendo un debate honesto y una comprensión clara de los problemas teológicos, filosóficos e históricos.
Así, mi postura es doble: a quienes desean dialogar sobre teología, historia y filosofía, deben hacer el esfuerzo de ser rigurosos en el uso de los términos; y a quienes me leen, a que no se queden con impresiones superficiales o prejuicios sobre mi manera de escribir, sino que pregunten, analicen y busquen entender antes de emitir juicios. Porque, como bien señalaba Heidegger, comprender nunca es un acto aislado, sino un proceso que nos sitúa en el contexto de la tradición y del lenguaje.
El lenguaje importa. La precisión es necesaria. Y la verdad merece ser buscada con todos los medios a nuestro alcance.