La Navidad, tierna y sagrada, se alza ante nosotros como un recuerdo incandescente en el tejido de la existencia. En el suave resplandor de las velas, se dibuja un misterio ancestral que nos envuelve, sumergiéndonos en un viaje espiritual que transcurre entre luces y sombras.
En este tiempo de reflexión, miramos hacia el pasado, buscando en las páginas de la Sagrada Escritura la esencia misma de la Navidad. La promesa divina que se cumplió en un pesebre humilde, el susurro de los ángeles anunciando el nacimiento del Salvador. En Mateo 1:23, encontramos la profecía de Isaías resonando en nuestro espíritu:
“He aquí, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros“.
La Navidad, entonces, se manifiesta como la encarnación misma de la divinidad, un regalo celestial envuelto en pañales humildes. San Pablo ahonda en este misterio en su carta a los Filipenses:
Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. (Filp 2: 5-11)
No obstante, en medio de la belleza celestial de la Natividad, una sombra melancólica se posa en el corazón. La humanidad, a lo largo de los siglos, ha oscurecido la luz divina con sus propias tinieblas. Como en Juan 1:5 se nos advierte:
“Y la luz en las tinieblas resplandece; mas las tinieblas no prevalecieron contra ella“.
Aún hoy, el pecado y la discordia amenazan con eclipsar la verdadera esencia de la Navidad, arrojando sombras sobre la paz prometida por el nacimiento del Redentor.
En este siglo XXI, el espíritu navideño parece desvanecerse entre las brumas del materialismo y la indiferencia espiritual. El eco romántico de los villancicos se mezcla con el estruendo del consumismo, y el mensaje de amor y esperanza se ve diluido en el frenesí de la temporada. En la profunda melancolía de estos tiempos modernos, nos preguntamos si la luz de la Navidad logrará atravesar las sombras que amenazan con envolvernos.
La reflexión navideña se torna, entonces, en una mirada a un futuro incierto. ¿Persistirá la esencia sagrada de esta festividad o será absorbida por la vorágine secular? En el Apocalipsis 22:20, resonando como un eco a través de los siglos, encontramos la promesa que nos guía en la oscuridad: “Sí, vengo pronto“. Pero entre las páginas de esta revelación, también percibimos una advertencia sobre la fragilidad de nuestros días.