El reciente resultado electoral que se vivió en mi país, Argentina es motivo de una seria reflexión, también desde la teología. Muchas personas votaron por el candidato de La Libertad Avanza especialmente por su candidata a vicepresidente, Victoria Villarruel. Otros lo hicieron porque son, sinceramente liberales, y muchos porque estan cansados del peronismo.
En Argentina en particular, pero en América Latina en general, la reflexión religiosa en materia política está coptada por la teología de la liberación y sus ramificaciones más o menos orgánicas. Las publicaciones realizadas por desde distintos espacios (la jerarquía católica romana y las iglesias protestantes históricas, en su mayoría progresistas) decantaron por el candidato del peronismo. La pregunta, porque no es una certeza, sino una pregunta es si la idea de “votar al menos malo” puede ser válida conociendo sus consecuencias históricas. A lo largo del tiempo, ese principio ha demostrado ser tan desastrozo como el de poner el voto en el otro candidato, por más impresentable o corrupto que sea.
Considero que el principio que siguen muchos “tradicionalistas” de querer ver una monarquía de derecho divino hoy es simplemente ridículo. Eso es imposible. Las monarquías han demostrado ser tan desastrosas como el régimen más democrático que se pueda imaginar. No hay material humano para esos régimenes, ni de los “principes” y menos aún de los súbditos.
¿Qué nos queda entonces? Es evidente que el sistema republicano de gobierno tiene enormes ventajas, así como un grave problema: presupone la bonhomía de los miembros de la comunidad política; en otras palabras, una república es debil ante un demagogo, sea de derechas como de izquierdas e implica que toda la comunidad política reconozca la primacía de la Ley. Recordemos la sabia expresión de la Corte Suprema de los Estados Unidos: la república es un gobierno de leyes, no de hombres.
Existen entonces en el sistema republicano ciertos resortes, ciertos valores que deben ser potenciados y eventualmente cristianizados. Esto es infinitamente mayor que un déspota “bien intencionado” que pretenda imponer por la fuerza esos mismo valores, quizás de forma más rápida. Por consiguiente, todo régimen o líder político que desee suprimir de cualesquier maneras la dignidad humana en virtud de algún ideal (por más noble que nos parezca, sea la libertad o la justicia social) debe ser temido. De la misma forma, no podemos olvidarnos del principio de subsidiariedad.
La subsidiariedad, en el ámbito político y social, postula la toma de decisiones a nivel subnacional o local siempre que sea factible, reservando la intervención de instancias superiores de gobierno exclusivamente para casos en los que resulte necesario. Este principio tiene como objetivo principal prevenir la acumulación desmedida de poder en entidades centralizadas y, en su lugar, fomentar la participación activa de las comunidades locales en la formulación y ejecución de decisiones que afectan su ámbito interno. El problema no está sólo en erigir a un déposta o un tirano, sino en crear un sistema tan despótico o tiránico que haga aborrecible la vida.
En esencia, la subsidiariedad aboga por descentralizar la toma de decisiones, procurando que las cuestiones sean gestionadas a nivel más próximo a los ciudadanos, ya sea a través de gobiernos locales o comunidades, con el propósito de garantizar que las decisiones se adopten de manera directa y adaptada a las necesidades y particularidades locales. Este enfoque busca cultivar la autonomía y la responsabilidad de las comunidades en la administración de sus propios asuntos. Únicamente en situaciones en las cuales las instancias locales se revelen incapaces de abordar eficazmente determinados problemas, se recurriría a niveles superiores de gobierno como recurso de intervención.
Ahora bien, muchas veces olvidamos algo más importante y sobre lo cual me gustaría volver: nuestra ciudadanía terrena es contingente. Nuestra patria no está aquí, sino en los Cielos (Filip 3: 20) y por consiguiente imaginar que un líder, un partido o un sistema tiene las soluciones para nuestra vida es prácticamente un acto de idolatría.
¿Qué hacer entonces? Confiar en el Único que puede salvarnos y abstenernos, en todo lo posible de colaborar y entremezclarnos en los asuntos públicos, especialmente cuando su corrupción es tan grande y cuando el Tiempo está tan cerca.