Introducción
La relación entre tiempo y eternidad ha sido uno de los núcleos especulativos fundamentales del pensamiento occidental. La célebre definición platónica del Timeo, según la cual el tiempo es “imagen móvil de la eternidad” (eikōn aiōnos kinētē) marca un punto de partida para una larga tradición que incluye a pensadores tan diversos como Aristóteles, los estoicos, Plotino y, en una síntesis profundamente original, San Agustín. En esta pubicaci{on queremos abordar la forma en que el San Agustín, particularmente en el Libro XI de Las Confesiones, asume y transforma la herencia platónica, desplazando el análisis del plano cosmológico al plano de la interioridad
Platón: el tiempo como imagen del ser eterno
En el Timeo, Platón presenta una cosmología mítica en la que el demiurgo, al contemplar el mundo de las Ideas, crea el cosmos como una copia inteligible de ese modelo eterno. El tiempo, en este contexto, no es eterno ni absoluto, sino que nace con el universo: “el tiempo y el cielo nacieron juntos” (Timeo 38b). Es una imitación del modelo eterno, regulado por el movimiento de los astros: “El tiempo, pues, fue hecho a imagen de la eternidad, que permanece en unidad, y el tiempo imita a la eternidad en su curso periódico” (Timeo 37d).
Esta visión del tiempo como imagen no es simplemente una metáfora, sino una expresión de la jerarquía ontológica entre lo permanente (el εἶδος) y lo cambiante (el mundo sensible). El tiempo es una mediación: un intento del devenir de asemejarse al ser.
San Agustín y el giro interiorista
San Agustín, heredero del neoplatonismo pero profundamente transformado por la experiencia cristiana, retoma la problemática del tiempo en el Libro XI de Las Confesiones. Allí, tras una exégesis del relato de la creación en el Génesis, introduce una de las reflexiones más influyentes y duraderas sobre la naturaleza del tiempo. Su planteamiento no parte del análisis del cosmos ni del movimiento de los astros, como en Platón o Aristóteles, sino de una inquietud profundamente personal y existencial: el tiempo es algo que vivimos antes que algo que podamos medir o definir con precisión.
El pasaje más citado —y, quizás, el más honesto de toda la filosofía antigua— es su confesión de ignorancia:
“¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé” (Conf. XI, 14, 17).
Agustín reconoce aquí una distancia entre la experiencia intuitiva del tiempo y la posibilidad de su conceptualización. Esta paradoja lejos de llevarlo al escepticismo, lo conduce a una profundización de la pregunta. En lugar de buscar la respuesta en el mundo físico, Agustín dirige la mirada al alma. En esto consiste su giro interiorista: el tiempo no es una estructura objetiva del mundo, sino una vivencia del sujeto, una tensión del espíritu.
Esa tensión es descrita por Agustín como distentio animi —“distensión del alma”—: una especie de estiramiento existencial que impide a la conciencia permanecer en un punto fijo. El alma se extiende entre el pasado, el presente y el futuro, pero no como si se tratara de tres tiempos reales, sino como tres modos del presente en el que habita:
“Hay en el alma tres tiempos: el presente del pasado, que es la memoria; el presente del presente, que es la atención; y el presente del futuro, que es la expectación” (Conf. XI, 20, 26).
Estas tres dimensiones no son cosas, sino operaciones del alma. No existen fuera de ella, sino en ella. Por lo tanto, el tiempo no es una propiedad del universo, sino una forma del ser humano en su relación con la finitud, el cambio y el deseo.
Esta concepción agustiniana del tiempo tuvo una resonancia extraordinaria, y fue redescubierta y reinterpretada en el siglo XX por Martin Heidegger, especialmente en su obra Ser y tiempo (1927). Heidegger reconoce expresamente su deuda con Agustín, a quien cita en una nota célebre del § 81 como uno de los pocos pensadores antiguos que comprendió que el tiempo debía pensarse a partir de la existencia (Dasein) y no como una categoría externa.
En su obra, Heidegger radicaliza el giro iniciado por Agustín: el tiempo no es la estructura misma del ser del hombre. Para Heidegger, el Dasein (el ser-ahí, el ente que somos nosotros) es temporal en su modo más propio. Su ser es ser-en-el-tiempo. Esta temporalidad no se define por un presente puntual, sino por una estructura extática: el Dasein se proyecta hacia el futuro, comprende su pasado como facticidad y se sitúa en el presente como apertura (Erschlossenheit).
Al igual que Agustín, Heidegger rechaza la idea de que el tiempo sea un simple fluir de instantes. En lugar de eso, ambos piensan el tiempo como una estructura de la conciencia, o mejor dicho, como una condición de posibilidad de la existencia misma. En Heidegger, esta estructura recibe el nombre de temporalidad originaria (ursprüngliche Zeitlichkeit), que es anterior a cualquier medición cronológica. La cronología —el tiempo del reloj, el tiempo de la ciencia— es, para él, una derivación del tiempo existencial.
Así, la distentio animi del Doctor de Hipona anticipa lo que Heidegger llama ekstase des Daseins: el hecho de que el ser humano no está fijado en el presente, sino que existe proyectándose hacia adelante (anticipación de la muerte), rememorando lo que ha sido (culpabilidad, facticidad), y decidiendo en el presente su modo de ser.
“La temporalidad no es simplemente un tema entre otros; es el horizonte ontológico desde el cual debe comprenderse el sentido del ser del Dasein” (Ser y tiempo, § 65).
Ambos pensadores coinciden en que el tiempo está íntimamente vinculado al alma o al sujeto, no como un objeto más del mundo, sino como el medio mismo en el que se da la experiencia del mundo. La eternidad —en San Agustín— representa el ser absoluto de Dios, el presente indiviso donde no hay sucesión ni mutabilidad; mientras que para Heidegger, la autenticidad existencial surge cuando el ser humano asume su temporalidad finita y toma posesión de su ser-para-la-muerte.
Esta convergencia no implica una coincidencia plena. Agustín busca salir del tiempo para entrar en Dios, mientras que Heidegger renuncia explícitamente a toda teología en favor de una analítica existencial. Sin embargo, el punto de cruce es innegable: ambos desmontan la concepción lineal, objetiva y externa del tiempo, para pensar su dimensión vivida, interior, estructural.
La distentio animi: el tiempo como experiencia del alma
El momento más original de la reflexión agustiniana es la formulación del tiempo como distensión del alma (distentio animi). San Agustín afirma:
“Hay en el alma tres tiempos: el presente del pasado —que es la memoria—, el presente del presente —que es la atención—, y el presente del futuro —que es la expectación” (Conf. XI, 20, 26).
Aquí, el tiempo ya no es una estructura externa, sino una condición subjetiva. Lo que existe es el presente como acto del alma: recordar, atender, esperar. El pasado y el futuro no existen sino en la conciencia: son actos del alma que evocan lo que fue y anticipan lo que vendrá.
Este giro implica un descentramiento respecto de Platón: el tiempo no es una imagen cósmica de la eternidad, sino un testimonio de la finitud humana. La eternidad sigue siendo el ideal —el ser absoluto de Dios, en quien “no hay pasado ni futuro, sino un eterno presente” (Conf. XI, 13, 16)—, pero el tiempo es vivido como ruptura, como dispersión.
El eco platónico: continuidad y transformación
Pese a la distancia entre ambas concepciones, es claro que Agustín no rompe con Platón, sino que lo transforma. La eternidad sigue siendo el principio ordenador: “Tú eres el ser supremo, y no pasas en el tiempo; en Ti no hay mañana ni ayer, sino sólo un hoy eterno” (Conf. XI, 13, 16). Pero este “hoy eterno” ya no es sólo el modelo inteligible, sino el ser mismo de Dios.
El tiempo, por su parte, ya no imita a la eternidad por su regularidad astronómica, sino por el deseo que despierta en el alma. El alma —imagen de Dios— se sabe hecha para la eternidad, y por eso sufre el tiempo. En esta perspectiva, el tiempo no es tanto imagen fiel de la eternidad como huella de su pérdida. Agustín introduce así una dimensión existencial que Platón no había considerado: el tiempo como nostalgia y espera, como deseo de retorno.
Conclusión
La célebre fórmula platónica del Timeo, que define el tiempo como “imagen móvil de la eternidad”, encuentra en San Agustín una profunda transformación. El pensamiento del obispo de Hipona asume la jerarquía entre lo eterno y lo temporal, pero desplaza el eje de la reflexión: ya no se trata del orden cósmico, sino de la experiencia interior. La eternidad no es solo un modelo inteligible, sino el ser mismo de Dios; el tiempo, por su parte, no es ya una estructura del universo, sino una huella viva en el alma humana, una tensión que articula memoria, atención y expectación.
De este modo, Agustín no rompe con Platón, pero lo reinterpreta desde una sensibilidad existencial y teológica. Donde Platón piensa el tiempo como mediación ontológica, Agustín lo vive como drama del alma, como distensión que revela tanto nuestra finitud como nuestro anhelo de plenitud. En esta tensión se cifra el dinamismo espiritual del ser humano: hecho para la eternidad, pero arrojado al tiempo.
Este giro interiorista anticipa intuiciones que resonarán siglos más tarde en la filosofía existencial, particularmente en Martin Heidegger, quien reconoce en San Agustín a uno de los pocos pensadores antiguos que comprendió la dimensión temporal de la existencia. Si para Platón el tiempo refleja la eternidad como una copia de su estabilidad, para Agustín es una nostalgia de lo eterno, un signo de que el alma, al experimentar el tiempo, se sabe exiliada de su verdadero hogar.