
Con mi esposa tuvimos el privilegio de visitar Brasil este verano. De todas las hermosas experiencias que tuvimos, quisiera hacer referencia una sola: la tarde que entramos a una Iglesia.
El ambiente estaba en una semipenumbra y entre las sombras nos deslizamos por la austera nave de la capilla. Eramos dos almas buscando respuestas, preguntándonos cómo y por qué Dios nos había llevado a tal lugar, a tal hora y estando solos. No creo en las casualidades, mi mujer tampoco, ella es persona de ciencia, yo por mi parte tengo una visión agustiniana de la Historia. En aquella capilla el altar, perfectamente dispuesto, se desplegaba como un lienzo de antiguas promesas, los cirios esperaban ser encendidos y el eco de las antiguas oraciones llegaban a nosotros como un susurro espiritual.
Allí estábamos, fuera del tiempo, fuera del espacio. Suspendidos entre este mundo y el de las promesas eternas.
El templo estaba limpio y ordenado, la luz del sagrario generaba un efecto único al que pocas veces había prestado atención. El azul, el blanco y color de la piedra, conjugados con la obscuridad creaban un ambiente de melancolía, de tristeza, de recuerdos y de esperanza. El olor a incienso impregnaba el aire y actuaba como un faro que guiaba los corazones errantes. Cerca del techo estaba la imagen tradicional del Espíritu Santo, descendiendo, recordatorio de la epiclesis.
Cerré los ojos y pude imaginar al sacerdote, adornado con vestiduras que relataban la Historia Sagrada, como un guía entre las dimensiones, entre lo humano y lo divino, puente entre lo mortal y lo inmortal, entre nuestro presente y la Eternidad.
Sentados, tomados de la mano, donde la fe titubea, una oración dejó de ser barrera y se convirtió en el lenguaje que acunaba la verdad, como si cada palabra fuera un cerrojo que saltaba ante la llave que abría paso a la manifestación de lo divino.
Allí, sentados, tomados de la mano no hubo más incertidumbre “… el velo del Templo se rasgó en dos”.
¿En qué Iglesia estuviste? deberías decir toda la verdad.
Ya respondí, incluso en una entrada.
Gracias por el comentario.
No respondiste todavía. ¿Por qué no decís la verdad?
No sé a qué se refiere, respondí en una entrada. Tampoco estoy obligado a someterme a su inquisición.
Gracias por el comentario,
Muy interesante lo que escribiste, me gustaría conocer un poco más de ese templo y visitarlo.
“Sentados, tomados de la mano, donde la fe titubea, una oración dejó de ser barrera y se convirtió en el lenguaje que acunaba la verdad, como si cada palabra fuera un cerrojo que saltaba ante la llave que abría paso a la manifestación de lo divino.”
Esta frase es un resumen de toda la entrada: cae en el exceso de ornamentación y es pretensiosa, queriendo parecer profunda y en realidad es artificial. Todo el post está cargado de un tono grandilocuente y afectado, es un vómito de florituras lingüísticas y onanismo intelectual propio del romanticismo. Dudo de tu fe.
Lamento sus conclusiones sobre mi persona y mi fe. Espero que me tenga en sus oraciones.
Este es el párroco de la Iglesia a la cual fuiste y que tanto te emocionó?
https://www.chancelariaicab.com.br/atos-do-chanceler
Si, Nicolás, mi amigo Dom Antonio Duarte Santos Rodrigues, mi mejor amigo.
La teología, la filosofía y la historia nos pueden dar mucho contenido, pero hay algo que sólo se transmite de forma personal, cuando estamos frente a Dios. Hermoso texto.
Coincido. Muchas gracias.
¿Y qué pasó luego? queda inconcluso.
Muy linda la experiencia. Gracias por compartir.
No me gusta para nada, me parece que este post transpira romanticismo y patetismo.
Me causa mucha impresión este relato. A veces nos pasa eso: vamos a una Iglesia y caemos de rodillas ante el silencio, y solo así podemos comprender que la fe no es algo puramente intelectual. Gracias Raúl
Hay que ser valiente para contar lo que cuentas. Estás muy expuesto, desde tu época de Sursum Corda.
No hay valentía alguna en esto. Gracias por el gentil comentario.
La experiencia descrita en esta entrada me parece, en muchos aspectos, una revelación del anhelo profundo que habita el corazón humano: el deseo de lo sagrado, de lo trascendente, de aquello que nos sobrepasa y, sin embargo, nos llama. El autor, con una prosa que oscila entre la introspección filosófica y la mística personal, logra transmitir el misterio de lo litúrgico sin necesidad de explicitarlo. Sin embargo, no puedo dejar de notar cierta ambigüedad en su percepción del culto. La iglesia no es solo un espacio cargado de simbolismo ni un escenario donde se dramatiza el misterio: es la presencia misma de Cristo actuando en la historia. En este sentido, la experiencia no puede limitarse a lo estético o emocional, sino que debe estar anclada en la fe viva y sacramental. Me pregunto si el autor ha considerado este aspecto, pues su texto, aunque profundo, parece oscilar entre la fascinación y una cierta distancia crítica que puede llevar al escepticismo litúrgico. Como sacerdote, veo con alegría que la belleza de la Iglesia sigue siendo un lugar de encuentro con Dios para muchos, pero la pregunta sigue siendo: ¿es suficiente la estética sin la comunión con el Misterio?
El problema con muchas de estas narraciones de experiencias religiosas es que corren el riesgo de caer en una estetización del fenómeno de lo sagrado. Si bien la Iglesia y su liturgia están llenas de símbolos poderosos, reducir la experiencia religiosa a una suerte de epifanía estética puede ser engañoso. El autor describe con maestría la atmósfera del templo y el impacto sensorial que produce en su espíritu, pero ¿qué queda después? ¿Acaso la fe puede sostenerse sobre impresiones fugaces, por más intensas que sean? Me hubiese gustado ver un análisis más profundo sobre la relación entre la liturgia y la interioridad, algo que no se resuelva solo en el goce de la forma sino en el sentido trascendente que ella porta. En tiempos donde la experiencia se confunde con la verdad, este tipo de textos pueden ser peligrosamente equívocos.
La experiencia del autor en la iglesia me recuerda al concepto de ‘hierofanía’ de Mircea Eliade, ese instante en el que lo sagrado se manifiesta en medio de lo profano. Me pregunto si usted se siente realmente transformado o solo impresionado.
Leer este texto me recordó la advertencia de San Agustín contra la idolatría de los sentidos. Es cierto que la liturgia es hermosa, pero si nos quedamos solo en la emoción y no en el encuentro con Dios, corremos el riesgo de perdernos en lo accesorio.
Tu texto confirma mi sospecha de que muchas experiencias religiosas son simplemente emocionales. ¿Qué queda cuando desaparece la música y la arquitectura? ¿Sigue existiendo Dios o solo la sugestión del momento?
El problema con tu análisis es que parece un ejercicio de literatura más que una reflexión sobre la fe. La liturgia es un medio, no un fin. ¿Realmente crees que Dios solo se manifiesta en estas sensaciones?
Magnífico artículo. La teología litúrgica pocas veces se aborda con un enfoque tan sensorial. Es cierto que el misterio cristiano trasciende lo visual y lo acústico, pero estos elementos nos preparan para lo inefable. Felicidades.
Qué hermoso testimonio. La belleza de la liturgia está en la capacidad de llevarnos a Dios, y creo que tu texto logra transmitir eso. Me gustaría saber si esta experiencia te ha llevado a profundizar en la fe o si solo quedó en lo estético.
Dios te bendiga.
Padre Alejandro Núñez
Iglesia Anglicana Tradicional de Colombia
Tu texto me ha conmovido profundamente. La manera en que describes la experiencia en la iglesia me recordó mis propias vivencias cuando visito templos históricos. No solo es el arte o la arquitectura, sino la forma en que estos espacios nos conectan con lo trascendente. Gracias por compartirlo.
Muy poético. Me gustó el artículo.